Que en la cocina del Nodo suceden cosas extrañas, generalmente asquerosas, no es novedad. Como en aquel maldito ferebro en donde los detectives Lucas y Sauria descubrieron el
origen del olor putrefacto que azotaba sin piedad las narices desprevenidas.
Siempre solemos estar a merced de variados materiales descompuestos dentro de la heladera, que si bien cumple su función refrigerante, no hay resto de asado que pueda resistir mas de 6 meses en la bandejita sin expelir un olor rancio y penetrante, lo cual nos hace pensar en el exagerado optimismo de los comensales de asado que dejan ese cachito de carne "para picar con el mate de la tarde", momento que nunca llega.
También es el caso de las frutas y hortalizas de alguna dietista arrepentida (snif, me anoto un punto en este caso) que perecen adentro de las bolsitas de la verdulería hasta que algún alma caritativa les da santo sepulcro en el tacho de basura.
Lo que sucede con las bolsas de basura es otro tema: las bolsas de consorcio acumuladas en el patio podrían casi conformar un auténtico monumento de un importante kilaje. Nadie recuerda, me incluyo en la lista, que al cierre de las actividades diarias, habría que empujar las bolsas una por una (tampoco queremos que colapse el sistema de recolección de residuos de la ciudad) hacia la vereda en espera del ansiado camioncito compactador, por supuesto, luego trapear del piso la estela babosa y chorreante que dejan estas enormes orugas negras.
(imagen fidedigna capturada por nuestros enviados especiales)Pero bueno, lo que voy a contar en este momento es lo más espeluznante de todas las cosas que me han pasado.
En este momento es que pido, a aquellos/as de entendimiento sensible, que pasen a otros posts con finales más felices (posts que no encontrarán en este weblog, por supuesto).
Resulta que ayer estaba yo deseando tomarme unos matecitos a la tarde y voy a la cocina a poner la pava al fuego. Luego manoteo en la mesada el hermoso mate de palo santo que nos supo regalar una alumna agradecida y descubro que tiene yerba vieja en su interior. En ese momento se me nubló un poco la vista o... no, no se me nubló, la que tenía unas hermosas nubes blancas era la yerba, todita resplandeciente de hongos blancos y peluditos. En mi ímpetu hippie ("bienvenida madre naturaleza") comienzo a escarbar la yerba y a tirarla al tacho, rompiendo de a poco los bodoques de yerba cristalizada. Lavo bien el mate y observo -sagaz- la bombilla de alpaca. Sí, seguro que la bombilla también tiene hongos, pienso astutamente. Entonces la meto debajo de la canilla y comienzo a soplar ("soy hippie y me la aguanto, nada de andar desatornillando la bombilla"). Soplabla y soplaba y no pasaba nada. Entonces, en un acto de arrojo y valentía pensé en chupar el sorbo de agua y luego escupirlo, como algunas personas suelen hacer con el primer mate. Y no sólo lo pensé sino que lo hice... En fin, lo que sucedió a continuación aconteció en una serie de flashes alucinatorios causados por el hongo babosote y blandengue que chocó contra mi lengua y fue a parar al piletón de la cocina, pero que en tan breve recorrido dejó toda su fuerza psicodélica en mi garganta y boca. ¡Qué asco! comenzé a enjuagarme la boca con desesperación, recordando las sabias palabras de unos cuantos hermanos uruguayos que me crucé en la vida: "uds. los que comparten el mate, no tienen ni idea de las asquerosidades que se están tomando". Y si, ahora les creo, vecinos uruguayos!
Presa de la desesperación por sacarme lo que hubiera quedado de ese pulpo baboso que amenazaba con comerme el esófago y el estómago, manotié unos chizitos de alguna vez que quedaban en la alacena y me volví, derrotada, a mi silla atornillante.
Para cerrar esta escena con una imagen esclarecedora: el hongo, que finalmente quedó pegado en la bacha, tenía la forma exacta de la bombilla.
(Qué pedazo de guacha! ni toma mate ni deja tomar, ja!)